“Nada importante hay en mi vida”, dijo Emilia Gutiérrez en su única entrevista. Tal vez por eso eligió ahondar en la insignificancia de las cosas: la espera de algo que no sucede, el camino hacia un lugar al que no se llega o la certeza de saber que se está matando el tiempo. Sin cambios bruscos en los procedimientos, sus pinturas se parecen tanto entre sí que arman una misma serie atemporal. Las escenografías son siempre planos cerrados de calles de barrio, casas con patio, bares o cafés teñidos por el sepia de la memoria. Incluso varios de sus personajes reaparecen, como aquellas mujeres aristócratas que posan incómodas sobre muebles desproporcionados, o los niños calvos cuyas máscaras ocultan sus facciones.
No hay interacción entre las extrañas criaturas que habitan estos cuadros, apenas cercanía. Sus manos ausentes o extendidas en rigor mortis parecen incapaces de agarrar las cosas que tienen alrededor. Miran los platos vacíos, las tortas enteras y los libros abiertos de par en par. Fragmentos de pintadas políticas en los muros del fondo o recortes de afiches publicitarios acechan a estos personajes huidizos que, ensimismados, siguen de largo. En aquel mundo enrarecido por falta de perspectiva y punto de fuga abundan los marrones, verdes enlodados y azules densos. La paleta de tonos graves rodeados de silencio anticipa la desolación que vendrá. Emilia Gutiérrez tiene alucinaciones: los colores le hablan, especialmente el rojo carmesí. Cada pincelada es un murmullo inteligible. Para acallarlos, pasa casi treinta años sin salir de su casa haciendo dibujos en blanco y negro. La línea de la tinta corre en una inmediatez absoluta que se ramifica y desaparece en la neblina del presente. “Prefiero la soledad y sus misterios, aunque pienso que la muchedumbre también tiene sus enigmas”, escribe en 1971, poco antes de encerrarse. Es que a fin de cuentas su multitud no es más que una suma de soledades. Y su soledad, una multitud de espantos.
Sentada en la vereda, una señora con un gato mira de frente. Tiene los ojos ásperos como carozos de durazno y parece aburrida, tal vez sea la hora de la siesta: por la ventana de la casa se ve que alguien duerme. Una escena simple y doméstica en donde el tiempo se detiene. También es ahí donde se detiene la artista. Sus recuerdos tienen contornos nítidos y formas claras pero rostros difusos. Todo tan quieto que parece muerto. «Sin evolución, sin cambios, inalterada e inalterable, alegre, con la serenidad de quien vive en la eternidad», escribió Borges refiriéndose a su hermana pero bien podría ser la descripción de estas obras. Excepto por lo alegre, claro. En algún lado leí también que en sus óleos no hay viento. Me gustó esa imagen. Como si pintara personajes en medio de la quietud que precede a una tormenta que nunca llega. Sus escenas carecen de conflicto. No tienen viento, apenas un tenue temblor. A diferencia de sus dibujos, que parecen siempre soplados por la urgencia y se deshacen en el aire blanco de la hoja como una exhalación.
Trazos con tinta hacen un ovillo sobre el personaje principal, ensombreciéndolo, para luego diluirse. Una línea delgada se aleja sinuosa como una gata negra por los tejados. Pese a que en la noche todos los gatos son pardos, en sus óleos despuntan algunos colores, de los cuales esta exposición eligió la insistencia del rojo, el color que más le hablaba. No se trata de un descubrimiento -hace mucho que su obra fue redescubierta- sino de una invocación, porque para entrar en este universo pictórico es necesario adoptar una mirada médium que conecte lo cotidiano con lo fantástico. Las pistas carmesí son apenas un gesto. Pinceladas de un tinte semioscuro como la sangre cuando seca y se vuelve amarronada. Sólo al escuchar el sonido roto de aquel color que nos llama, como un jarrón que se estrella contra el suelo de una casa vacía, podremos bajar por la escalera que nos conduce al sótano de estas pinturas, donde se esconden los fantasmas y se acumulan los terrores.