Payasos

Marcelo Alzetta

26 junio / 14 agosto 2025

En medio de una naturaleza solemne, grandiosa, inconmensurable y callada, todavía se oye el eco de los versos dedicados a los perseguidos por la justicia. Aquí me pongo a cantar, anuncia en la primera estrofa Martín Fierro. Su voz, herida de facón, abre un tajo horizontal que separa en dos la llanura del cielo. En el principio es el verbo, el canto performativo que instaura la gesta nacional. Años después, Leopoldo Lugones exalta en El payador a aquel intérprete primitivo y autóctono, completamente derrotado, desde una distancia épica. La gran operación simbólica de la civilización letrada de comienzos del siglo XX ante la irrupción de nuevos “bárbaros” es consolidar al payador como héroe fundador de la patria porque la figura del gaucho es el contrapunto ideal al proletariado de origen inmigratorio que comienza a filtrarse por las grietas de la gran ciudad.

La imagen campestre del mártir pampeano pervive en una representación cómica urbana: el payaso. Ya se ha dicho que la historia se repite primero como tragedia, luego como farsa. Apenas una sombra que camina, un pobre actor, que se pavonea y se agita en el escenario de la vida. Remanente de un pasado que no desaparece pero que se descompone, no habita en la conciencia sino en un territorio más cercano al onírico. Es un sueño diurno de la jornada laboral, una pesadilla hecha de bonetes, silbatos y zapatos desproporcionados. Lleva por rostro una máscara codificada de piel blanca, nariz redonda, sonrisa impostada. Tan anónima como particular, su figura varía según las épocas o los territorios pasando del bufón, al arlequín, al mimo y al clown. Nuestro payaso contemporáneo debe su nombre al pagliaccio de la commedia dell’arte italiana, en alusión a que su traje parece un colchón relleno de paja (paglia). Homeless, desterritorializado y nómade, se desplaza lentamente con su cama a cuestas como un caracol porque no tiene dónde ir. Mientras huye hacia el ámbito atemporal del mito o del arte, deja detrás, en su estela de baba, el brillo de una ausencia.

Hijo de inmigrantes y peronista de base, el pintor Enrique de Larrañaga encuentra en estos lúmpenes del espectáculo una fuga estética hacia el consumo popular y la cultura de masas. Los pinta no en su apogeo sino en los intersticios del escenario, fumando o mirando un punto lejano, con la sonrisa dormida. La primera obra que dedica a esta serie es “El mudo”, donde retrata a un hombre que viste poncho y calzoncillos cribados con una guitarra que es incapaz de tocar a causa de sus manos enguantadas. Lleva puesta una máscara a través de la cual mira al espectador de un modo inquietante. Su payaso es un payador que, erradicado de la pulpería y el campo, se exilia en el bodegón y el suburbio. Un proletario sin pan y sin trabajo, tal vez producto de la crisis del treinta. De hecho, a partir de esa década y hasta mediados de los cuarenta, proliferan las representaciones pictóricas nacionales de arlequines, pierrots y payasos interpretando instrumentos musicales.

La vestimenta de los personajes circenses o de carnaval de Larrañaga remiten a un esplendor deformado: llevan traje, moño, a veces sombrero. Del mismo modo que sus payasos tristes, desclasados, el artista cae en la desgracia. Es proscripto de la escena cultural por su cercanía al peronismo y se mata con una sobredosis de morfina. El destino de sus pinturas no es muy diferente. Ignoradas, prácticamente se regalan. Así es que Marcelo Alzetta accede a una y la cuelga en la pared de su casa. Observa en el centro del rostro blanco sábana, esos ojos tristes como agujeros que ahora nos miran desde la pared de la sala. El fantasma del payaso, o tal vez el fantasma de Larrañaga, fue la inspiración para esta serie, que hoy en día también produce un efecto fantasmático. Pero si el fantasma desaparece, el payaso, por el contrario, busca ser visto.

Lejos de sus pálidas flores, su abstracción caniche y sus arabescos rosas, estos personajes de Alzetta se enmarcan en la tradición de una estética neobarrosa: un barroco de trinchera -precisa Perlongher- de puto de barrio. Sus tintes chillones y textura amanerada dan forma a una suerte de Frankenstein del mal gusto cuyo vestuario está hecho con retazos de lo camp. Sus harapos son una rasgadura en el tejido social: parecen cartoneados entre los desechos de la fiesta del otro. Con ellos compone esta monstruosidad incómoda y alegre. El resultado es grotesco, macabro, decididamente feo. Un electroshock para la mirada.

En El teatro y su doble Artaud denominó “teatro de la crueldad” a esta ausencia de relato en pos de una expresión cruda y brutal que permite la liberación de lo dionisíaco. El payaso es heredero de un dios pagano y errante que, así como irrumpe, desaparece sin dejar rastro. Improvisa su espectáculo ante la indiferencia de los transeúntes y cada tanto extiende su sombrero como un mendigo. Su mutismo en el plano de la realidad encarna un vacío que sólo puede expresarse a través de la violencia de su irrupción en lo Real. Lo real de este personaje borderline no es lo que la máscara oculta sino lo que devela. Con el artificio y transformación de la cosmética, su ser verdadero queda a la vista, desenmascarado como signo social. Todo payaso es un cuerpo que cae en la intemperie sin hacer ruido. Se muestra porque no puede hablar. Lo vemos porque no podemos escucharlo pero en su deformidad reconocemos algo intrínseco. Tal vez por eso puede ser interpretado a modo de autorretrato: una parodia del rol del artista cuya imagen deviene mercancía, fetiche.

Pese ser una figura trágica no le corresponde la dignidad del lamento sino el patetismo de la burla. Representa la caída del semblante, una suerte de vergüenza estructural. Aunque en verdad el payaso callejero no pertenece a ninguna estructura. Es una pieza suelta de la gran máquina del capitalismo, resultado de la urbanización, las fuerzas del mercado y el engranaje de sus torrentes destructivos. Nos reímos para no llorar ante el hecho angustiante de que la “civilización” en la que vivimos solo es posible gracias a la exclusión de la alteridad, a su genocidio o asesinato, ya sea directa o indirectamente a través de la pobreza.

Querer que un alud se detenga y vuelva a su punto de origen es una ilusión. Más bien hay que acostumbrarse a vivir y pensar en la caída, como seres de la caída,escribió el filósofo Oscar Del Barco. No caben dudas que el payaso encarna el ser de la caída (del sistema, del sujeto, del lenguaje) por antonomasia. Cada vez que se levanta no busca sino ahondar en esa fuerza errática que lo mueve, en el cúmulo de intensidades que encarna. Su performance consiste en caer una y otra vez, en una reiteración casi obsesiva, con la misma piedra del sentido. Y mientras cae en el abismo indeterminado de la locura del sistema, donde ya no hay voz ni palabras ni salvación posible, lanzamos una carcajada.

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