Cientos de ramos de flores sobrevuelan las pinturas de Carlos Cima como fantasmas. Entre el silencio de las cosas mudas, son apenas una intención, un remanente de un deseo inconcluso. No se sabe si su destino es el amor o la muerte, un casamiento o una tumba. Quizás ni siquiera encubren algo extraordinario sino que decoran centros de mesa de una casa normal un día cualquiera. Descolocados como piezas sueltas de un rompecabezas sin caja, cuya imagen total es imposible de reponer, sólo les queda ser lo que muestran: pura superficie, ornamento. Una máscara de vegetación domesticada, agonizante, pasada por el tamiz de la cultura. Y si bien la historia del acontecimiento no está representada, ahí donde la narración se ausenta, brota el ramo como signo. El celofán artificial despunta la imagen con su filo y corta la pintura en dos. De un lado un pigmento rojo carmesí late como un corazón, del otro un halo de oscuridad mortecina nos atrae hacia su abismo.
Algo similar ocurre con los racimos de globos en la serie de los cumpleaños. Su artificio es un fulgor irónico, un atisbo de fantasía en medio de la opacidad densa que propone la imagen. La mayoría de los elementos que habitan este universo pictórico parecen extraídos quirúrgicamente de la memoria o de un álbum de fotografías de la infancia. Fuera de contexto, tanto los ramos como los globos, los papelitos de colores, las canastitas de bautismo, las tortas rococó de quinceañeras y los cisnes con cuello estrujado devienen monstruosos. Pese a la intensidad festiva del elemento destacado, el fondo opaco inquieta la mirada, la tiñe de desconfianza igual que la música de una película de terror.
Mediante excesivas pinceladas, el artista improvisa una niebla nocturna que envuelve las celebraciones familiares y festejos populares. Aquella oscuridad sombría no expresa un vacío sino que constituye un velo que impide ver. ¿Qué? Lo que se sustrae a la mirada y permanece oculto parece indicar algún peligro. La intimidad familiar de la escena es acechada por algo que ocurre afuera mediante el recurso de la ventana como leit motiv. Desde su margen superior, una luna redonda como globo deja entrever una correspondencia entre el cumpleaños y el paso fatal del tiempo. “Me encanta ver cómo se acerca la fina niebla de la noche, iluminando las ventanas y las estrellas, una a una, los ríos de humo oscuro que ascienden perezosamente, y la luna al salir, tiñéndolos de plata. Veré pasar lentamente las primaveras, los veranos y los otoños; y cuando el viejo invierno asome su rostro inexpresivo al cristal, cerraré todas mis contraventanas, correré las cortinas con fuerza y construiré majestuosos palacios a la luz de las velas”, escribe Baudelaire en Las flores del mal. Del mismo modo, el vidrio en estas pinturas separa lo sublime del interior doméstico en donde se alucina una exuberancia que parece haber quedado atrás.
Entre los brillos berretas de suvenires se intuye el olor a perfume floral de abuela, de tías y primas segundas. “Las teorías conspirativas de mi familia”, así tituló Carlos Cima a una exposición anterior compuesta por enormes óleos sobre tela. Pero ahora acompañan los lienzos un conjunto de obras bastardas nacidas a la sombra de las otras obras. Son lo que el artista pinta en blocks y hojas sueltas cuando está lejos del taller y vuelve a su casa. Encerrado puertas adentro, construye sobre la hoja en blanco del presente estos majestuosos palacios del pasado y sus futuros posibles. El mobiliario vacío remarca el aspecto escenográfico y teatral, así como lo impersonal de estos rituales, el cliché. La repetición insistente de los mismos elementos hace posible cruzar diferentes series de un modo trasversal y trazar una hauntología de las reliquias del recuerdo que, como espectros, quedaron suspendidas entre lo que no ocurrió y lo que no desaparece.