El viaje vertical

Silvia Gurfein

3 octubre / 14 noviembre 2024

Los astros esparcen su material genético como las flores lo hacen con el polen, dando forma a todo lo que existe. El noventa y siete por ciento del cuerpo humano está formado por materia astral. Somos, casi por completo, polvo de estrellas. Desde el principio de la historia, la humanidad ha estudiado el cielo en busca de respuestas, proyectando fantasías terrenales sobre su bóveda silenciosa e incolora. Eso que vacila entre el espacio exterior y nuestro interior más recóndito es lo éxtimo: una fractura constitutiva de la intimidad. Gran parte de la obra de Silvia Gurfein se constituye en esa fractura. Miro el cielo pero también miro el ojo que lo ve, advierte en sus apuntes. Existe una comunicación secreta, pre verbal, entre el cielo y nuestro ojo. Lo distante del cosmos se entrelaza con el iris, ese microuniverso tan único e intransferible como una huella dactilar, e interroga la mirada.

Si bien la tecnología permite profundizar en las investigaciones celestiales, existen algunas partículas que todavía se resisten: al ser observadas con los dispositivos que permite la ciencia, cambian y se transforman. Sólo pueden ser vistas en su condición de ser miradas pero no tal cual son. Luego del estallido primigenio, una nebulosa de luz se difumina en la oscuridad.El óleo extenso colgado en una pared de la sala nos invita a otra dimensión, atrayéndonos a su abismo. Partículas misteriosas, traspasan nuestros cuerpos, igual que fantasmas atravesando muros. Son el vestigio de algo que ya no está pero que sin embargo percibimos, como una estrella muerta hace siglos cuya luz sigue irradiando. A veces para pintar la aparición de lo existente es necesario cerrar los ojos y ver, sobre la pantalla-párpado, las manchas de color residuales los fantasmas de la luz

¿Cómo atrapar lo inasible? En las regiones más desérticas del planeta, donde la sequedad impide el desarrollo de la vida, sus habitantes han aprendido a recolectar gotas de agua del rocío o vaho con “atrapanieblas”, unos dispositivos inmensos hechos de tela elástica y traslúcida como un tul que se cuelgan sobre la línea del horizonte para condensar las partículas que circulan de un lado al otro. Una membrana permeable. Del mismo modo, en los sudarios, el óleo traspasa la tela porosa del lienzo y crea al dorso una segunda obra. Esta yuxtaposición visual es también conceptual. 

Lo múltiple y heterogéneo se devela en simultáneo: el cielo, el cosmos, el iris, la música, el azul, la historia del arte, la armonía, la iconografía, la bruma y el tiempo. Esto ocurre en las intervenciones que recorren las celestografías de Strindberg, las pinturas de Millet, de Klee, de Whistler y de O´Keeffe para finalmente posarse en las páginas de varios libros. La ruina del tiempo insiste sobre el presente. Por eso la obra de Gurfein es también arqueológica en tanto conjura la pintura ancestral, rascando su superficie en busca del pentimento. Conocer no es sino recordar. Sus imágenes parecen pasadizos, umbrales, túneles excavados en la pintura misma. Manos estampadas sobre piedra en la cueva de los sueños olvidados. El instante mítico en que los primeros pobladores de la llanura, erguidos sobre sus dos piernas, aun tambaleándose por ese vértigo horizontal que produce la pampa, levantaron la vista al cielo y vieron a ese monstruo prehistórico que amenazaba con devorarlos. 

El  pentagrama de líneas doradas recorre el cielo en un viaje vertical y vibra sobre el dibujo astronómico de Trouvelot. Tal vez los astros emiten un zumbido que cae sobre la Tierra,​ como propuso Pitágoras en la teoría de “la armonía de las esferas”, pero es imperceptible para el oído humano. Silvia Gurfein conecta aquellos sonidos celestiales con colores. Su obra trabaja con la sinestesia al igual que Rimbaud cuando dedicó un soneto a las vocales: “A negro, E blanco, I rojo, U verde, O azul”. En la secuencia tonal telescópica se impone la O, tan próxima morfológicamente al cero que se confunde con la nada. Aquel murmullo cósmico, el lenguaje ininteligible de las cosas mudas, nos envuelve con su manto azul. Una polifonía eterna, percibida por el intelecto y no por el oído. Inaudible, sólo se recupera a través de variaciones, una de las formas más antiguas de la historia de la música. 

Esta exposición reúne una serie de archivos desclasificados de Cielo, libro que publicamos en 2020, resultado de la investigación pictórica, literaria y poética que Silvia Gurfein llevó a cabo a lo largo de varios años. Dispuestas en el espacio, las obras, que nunca habían sido mostradas en vivo, componen un ensayo visual. En ellas la figura del cielo aparece una y otra vez como leit motiv, transformada y reversionada a través de distintos procesos compositivos que hacen sonar la música de las esferas, sus ecos pictóricos, oleadas de movimiento perpetuo con variaciones en azul.

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